El latino que ha sobresalido en un deporte europeo: Diego Schwartzman
El Peque es una metáfora perfecta de la Argentina.
Diego Schwartzman es una extraordinaria metáfora de Argentina. Alguien, alguna vez, le dijo que no podía jugar al tenis por su estatura. Que así como venía la mano, mejor se dedicara a otra cosa. Que si insistía, iba a fracasar, indudablemente. En todos los órdenes de la Argentina, se observa diario: ¿En qué se basa la ilusión? En algunos hombres, en certezas de carne y hueso.
En deportistas como Peque, de 28 años, al que 15 temporadas atrás, cuando era un niño, le cerraban la puerta en la cara, con argumentos médicos. Con análisis clínicos, basados en la ciencia. Le quitaron la raqueta con datos.
Tenía 13 años cuando un médico diagnosticó que no crecería más de 1,70 metros. Silvana, su madre, semanas atrás contó a LA NACION: "Le decían que era buen jugador, pero que con esa altura no iba a poder llegar a la elite. Pero para mí sí iba a llegar. Yo soy muy naturista y no quería hacerle ningún tratamiento de crecimiento. Me daba miedo. Siempre estuve segura de que iba a llegar. Y él, en su interior, también. Diego no se hizo ningún tratamiento, nada. Si llegaba, sería por sus condiciones. Y con mi marido le dije que iba a tener que esforzarse más que otros jugadores, y eso fue lo que hizo".
Será el octavo argentino en la historia en jugar el Masters, el certamen que reúne a los ocho mejores de la temporada, y que esta vez tendrá lugar a partir del 15 de noviembre en Londres. Peque, número 9 del ranking, perdió este viernes por 6-3 y 6-1 frente a Daniil Medvedev -un jugador indescifrable- en los cuartos de final de Masters 1000 de París, pero aseguró su espacio en el torneo de maestros tras la derrota, horas más tarde, de Pablo Carreño Busta contra Rafael Nadal, en un entretenido 4-6, 7-5 y 6-1.
De esta manera, el tenista argentino se sumará a la nómina que ya tenía a Novak Djokovic, Rafael Nadal, Dominic Thiem, Daniil Medvedev, Stefanos Tsitsipas, Alexander Zverev y Andrey Rublev. Todos, en apariencia, mejores. Más altos, más completos. Sin embargo, Schwartzman nunca se baja del pedestal. Está ahí por mérito propio.
El esfuerzo personal. Todo un símbolo en tiempos de confusiones ideológicas, el mérito, el progreso colectivo. Diego no iguala para abajo: siempre mira al cielo. Tiene talento (su muñeca es un demonio), pero también lucha, corre, suda la gota gorda. Se cae y se levanta. No hay que viajar demasiado en el túnel del tiempo. En la mejor temporada de su vida, en el año más traumático, partía como noveno favorito en el US Open y perdió contra el británico Cameron Norrie, 76º del ranking, por 3-6, 4-6, 6-2, 6-1 y 7-5 en el debut. Hace poco más de dos meses se hizo añicos sobre el cemento. Un golpazo, en el contexto de la pandemia, con polémicas por los protocolos, en el otro lado del mundo... cualquier otro habría arrojado la toalla. Un año perdido. ¿Para qué luchar contra molinos de viento? Pero Schwartzman se cotiza en bolsa; cada día rinde mejor, cuando pocos lo intuyen.
Le gana a Nadal sobre el polvo de ladrillo, se la juega contra Djokovic, pierde otra final de 250, trastabilla, se incorpora, se levanta. Y mira hacia arriba. Alcanza el sueño de su vida: ser uno de los mejores 10 del mundo. Llega a ser número 8. Y no espía qué hay alrededor: ahora va por el Masters de Londres, el final de fiesta. ¿Peque, disfrazado de maestro, con los otros siete mejores del planeta durante 2020? Así es. El milagro argentino. Un pequeño ejemplo, o un enorme ejemplo, en realidad, de que se puede.
Diego Schwartzman aporta el último capítulo de un romance en el que siempre el protagonista tiene todo por perder. Pero gana, como en las películas.
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