Diego Maradona, héroe y villano.

Fue humano. Simple y llanamente. 

El antes y después del, quizás, mejor jugador de fútbol de la historia, con una carrera llena de éxitos pero una vida personal llena de abusos y maltratos. 

Para entender lo que significó Diego Armando Maradona, hay que asomarse a la cobertura de su muerte en los medios audiovisuales argentinos. Lágrimas e incredulidad. “No puedo creer que no haya podido gambetear a la muerte, otra vez”, dijo un contrariado “Pollo” Vignolo. “Me niego a dar la noticia”, comentó un herido Daniel Arcucci. “Todos mis recuerdos de Diego son memorias felices”, sostuvo Jorge Valdano, antes de echarse a llorar. 

La muerte de Diego Maradona es lo más cercano a la partida de un mito, de un indestructible. Su corazón no aguantó más. Dijo: “basta”. Sin embargo, Diego había muerto antes. Paseaba como un mito vivo. Su vida era la pelota y ésa lo había abandonado hace muchos años. ¿Cómo se hace para vivir una vida llena de nada? Recordando la gran película argentina “El secreto de sus ojos”. Una producción magnífica que combina el amor, el futbol, la venganza, la política y el sentido de la vida.

El “10” se comió a Diego. El mito se devoró al humano. No es un ídolo de sonrisa y simulación. No es Pelé con sus acuerdos comerciales y su explotación de imagen. Diego transformó el futbol para siempre. Se convirtió en la primera gran estrella global.

El avance de los medios de comunicación masiva facilitó la universalización del diez. Sin embargo, él se rebeló contra la función que el destino le tenía preparada. Prefería las mieles del endiosamiento popular que admitir ser la marioneta de los grandes intereses del capitalismo deportivo. No lo logró, pero decidió nunca dejar de luchar. Diego dejó de pertenecerse. 

Diego fue drogadicto y maltratador. Nunca pudo vencer su debilidad que lo llevaba a drogarse como si no quisiera abrir de nuevo los ojos. Porque realmente nunca pudo superar el hecho de ser Maradona. Nadie podía estar con él. Lastimó a su familia y a muchísima gente. Y, sin embargo, el amor a Maradona es grandísimo. ¿Por qué?

Diego es, ante todo, un ídolo latino. Es caliente. Mucho más que un artista con el lazo de capitán. Nadie se ponía el lazo como él. No tenía la elegancia de Francescoli o la irreverencia de Messi, pero era fuerte como toro. Imponía. Transmitía efusividad. Diego, en la cancha, nunca simuló. Nunca se tapaba la boca. No temía mostrarse dominado por la pasión. En un mundo esclavizado por la ecuanimidad y las estrategias mercadológicas para proteger la imagen de las estrellas deportivas, Maradona podía entregarse al suicidio deportivo en instantes. No importaba el mañana, sólo el momento. Salió del Barcelona, precisamente, por verse involucrado en una de las peleas -gresca- más sanguinaria de la historia del futbol. La final de la Copa del Rey contra el Athletic Club en 1984.

El antihéroe se dejaba fotografiar con los Castro, Evo Morales o Chávez. Más allá de filias y fobias, Diego tenía claras sus convicciones políticas. Era un hombre con profundo compromiso social.

Entendía lo que le dolía a su Argentina. Por eso Messi nunca podrá ser Maradona. Aunque el rosarino haya logrado tantos títulos y rompa tantas marcas. La estrella Messi está lejos de Buenos Aires o incluso Rosario. Diego es un populista. Es la encarnación nacional. El gol a los británicos con la mano. 

El Diego siempre despertará simpatías y antipatías, siempre dependiendo a quien le preguntes. 

Algunos, por ejemplo, lo vieron como Dios; otros, como Diablo.

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